Los espacios y los objetos condicionan y definen a los hombres y sus vidas. Se produce entre unos y otros una ósmosis espiritual -en el origen mismo del animismo y sus derivados (fetichismo, memorabilia…)- por la que lo (aparentemente) inanimado cobra vida, habla y se expresa en nombre de lo animado. La visita al despacho de Ramón Gómez de la Serna basta como prueba irrebatible.
Si ha habido un despacho portátil ése ha sido el de Ramón Gómez de la Serna: pasó de la calle de la Puebla a María de Molina, luego recaló en el torreón de Velázquez –edificio perteneciente al vizconde de Matamala y que hoy ocupa el hotel Wellington-. para instalarse a la calle Villanueva, antes del exilio del escritor vanguardista en Argentina, donde se ubicará en Hipólito Yrigoyen, Buenos Aires. Con tanto trasiego lo que verá el espectador que se pase por el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid -que ha encontrado su espacio en el Centro Conde Duque- son los restos de un naufragio, aunque estos despojos conciten a la admiración más que a otra cosa.
El autor de las greguerías es uno de los olvidados de esa generación asfixiada entre la pesadumbre doliente del 98 y la brillantez lírica del 27. Para Borges, Ramón era el inventario del mundo y con ese espíritu debemos acercarnos a la reconstrucción que ofrece la segunda planta del Conde Duque para sumergirnos en la intimidad del escritor sin necesidad de recurrir a ese psicoanálisis que el madrileño definía como el “sacacorchos del inconsciente”. Simplemente con situarnos frente a su despacho percibimos la jovialidad del que fuera tertuliano del café Pombo y su afán chamarilero, con objetos que seguro el periodista gustaría de acariciar en sus sesiones frente al folio en blanco: desde ese guepardo en posición de iniciar la huida a las marionetas colgadas de las paredes o floreros anegados de bolas de cristal y extrañas flores metálicas. No menos sorprendente es la abigarrada composición de contraventanas y biombos, los “estamparios” plagados de imágenes superpuestas a modo de collages, donde podemos encontrar referencias evocadoras -que van desde Leonardo a Beethoven, atléticos muchachos ejecutando acrobáticos saltos deportivos, o “El pelele” de Goya- hasta mujeres más que ligeras de ropa y espejos superpuestos. Un universo abigarrado que se libera al elevar la vista al techo ramoniano, ese “azul de Vergara” recubierto de luminarias que darían a su refugio privado el aspecto de un cielo a punto de anochecer iluminado por sus ocurrencias.
Con esta exposición, Madrid rinde un merecidísimo homenaje a uno de los escritores que más la han querido, que más y a mayor profundidad han recorrido sus calles, establecimientos, rincones, cafés y tabernas; y que más y más alto la han sobrevolado desde la originalidad, la excelencia y la pasión de la literatura pura.
Si queréis ver en acción al siempre sagaz Gómez de la Serna, disfrutad con este video.